sábado, 27 de junio de 2009

LA SUPREMACÍA DE KORDON

POR ELVIO E. GANDOLFO

Se reeditaron los dos relatos clásicos del gran m
aestro del realismo en la Argentina. Un magnífico trabajo con la lengua popular.

En la literatura realista abundan los perdedores. Y los boxeadores. Ahora, por fin, vuelven tanto uno de los mejores perdedores (Alias Gardelito) como uno de los mejores boxeadores (Kid Ñandubay) de la literatura realista argentina. Tal vez porque habría que ver hasta qué punto Bernardo Kordon, su inventor, fue verdaderamente un realista.

Toribio cree tener cierta pinta semejante a Gardel, y que podrá llegar alguna vez a personificarlo en un escenario o una radio. Pero, como le resulta más fácil, usa primero un perro para hacer pequeñas trapisondas: lo vende, después lo roba, lo vuelve a vender. Luego del perro pasa a cosas mayores, según cree, pero aunque un camandulero de más peso que él le avisa las exigencias mínimas del código de la estafa, no las cumple. De hecho, se cree a salvo de todo, incluso de las consecuencias de estafar a su probable novia o a su mejor amigo, un paraguayo que, por trabajar en una cocina, le puede pasar pequeñas solidaridades alimentarias que lo van salvando.

Así va recorriendo las calles, las pensiones, los bares y los pequeños restaurantes. Finalmente cree poder escapar, despegarse de todo el minucioso embrollo letal que él mismo ha armado, pero es apenas demasiado tarde. Aunque ahora él cree ser el traicionado, justamente “porque una vez dijo la verdad, cuando se sintió muy solo y buscó un amigo”. No alcanza a entender que a esa altura la verdad y la mentira, la perdición y la salvación, se suceden como las caras de una puerta giratoria, a toda velocidad.

El proceso parece una historia clásica de caída, pero Kordon la narra al revés, en el tono. El que narra es él, dentro de la historia y fuera de ella a la vez, y lo hace con una extraña ecuanimidad en todos los elementos: los diálogos, los ambientes, la mezcla exacta de testimonio de época y persistencia en el tiempo del texto. Además de una silenciosa filosofía propia que le impide tanto exagerar la suerte del personaje, como burlarse de él, o salvarlo forzadamente. Como es de prever, ese personaje se pasa de listo: “Toribio miraba la calle. Crecía íntimamente la impresión de que la vida era linda. Frente a él se extendía la calle, y en las calles estaban marcados todos los caminos, y allí donde regía el azar, él imponía su clase de cuentero”. El cuento mayor se lo vende a sí mismo, y se lo traga completo.

RECORRIENDO EL ESPINEL. Kid Ñandubay no es un perdedor, pero sí un boxeador que también sueña con llegar. Aunque su propia manera de respetar a los demás sin idealizarlos (como hace Kordon) le permite hacer un trayecto más cercano a los de su creador, donde importan tanto el viaje en sí como los entornos pintorescos: un circo, los lugares donde se hacen esporádicos combates de box en los pueblos del interior, zonas de derroche y desgaste, que impiden la acumulación no sólo de la fama o la profesión, sino también del más mínimo dinero, desparramado en un clásico y gran asado general.

Kordon rompe las perspectivas asentadas y paralizantes del realismo común y silvestre.

A diferencia de Alias Gardelito aquí la seca tragedia está ausente, y se impone incluso una especie de antropología del habla y los personajes de la ciudad. Como en este caso es el personaje mismo quien narra, la penetración en ambientes muy definidos y distintos es natural, inmediata. Fluye como fluye el camino. El aspirante a boxeador sabe cómo hablan “lanzas” y “fiocas” en la gran ciudad, pero no por eso se la cree. Como no derrocha su saber, mientras va llegando o no (tal vez la pelea de la fama siga esquiva) goza de cada accidente y anécdota del trayecto. Además sabe penetrar en la experiencia ajena con la misma lucidez y el mismo lenguaje inalterable y popular a la vez del propio Kordon. Por ejemplo: tiene un amigo de fierro en Lon Chaney (así le dicen). Y cuando se despiden percibe mientras lo ve irse: “Lon Chaney apenas dio vuelta la cara, como si la escondiera del manyamiento de mostrarse emocionado”.

Hay textos tan bien escritos como los de Kordon en otros realistas argentinos, como Enrique Wernicke y Eduardo Gudiño Kieffer. Pero Kordon tiene dimensiones serenamente agregadas y distintas: escribió buenos relatos de terror (“Hotel Comercio”) o hasta de ciencia ficción (“La última huelga de basureros”, que Crítica de la Argentina rescató este verano), aparte de recorrer Buenos Aires con el ojo del conocedor y el disfrute del que la recrea. Como dice en su prólogo despeinado y múltiple Germán García, su obra es “clara y extraña”. En el lector de estas historias, paradójicamente va creciendo una extraña gana de actuar, de hacer, de no quedarse quieto. Equilibradamente, Kordon rompe las perspectivas asentadas y al fin y al cabo paralizantes del realismo común y silvestre, del realismo de izquierda, del realismo patético, o hasta del realismo farandulesco o policial de hoy.

Kordon traza su propio mundo con tranquilidad, con una buena gorra sobre la cabeza, y la mira con unos anteojos gigantescos sobre los ojos, con ropa común, definida, como lo muestra la acertada foto en color de la tapa de esta edición del sello Mil Botellas de la ciudad de La Plata.

Nota publicada en el diario Crítica, el domingo 21 de junio de 2009.

No hay comentarios: